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La buena vida de un piso universitario: de pisar y matar

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Disfruta de la universidad, son los mejores años de tu vida

He perdido la cuenta de las veces que he escuchado esta frase en los últimos cuatro años.  Y no lo discuto: mucha fiesta, mucho aprendizaje, muchas jarras y amigos y tantas otras cosas que no voy ni a intentar resumirlas en unas pocas palabras, porque no podría. Pero todo lo bueno suele tener su parte mala, la parte que no te suelen contar de la vida universitaria. Sobre todo, si tienes 18 años y tienes que independizarte por primera vez y en una ciudad desconocida. Porque de pronto eres demasiado mayor para comportarte como un crío, pero demasiado pequeño para que el mundo te considere un adulto.

En esta posición te encuentras buscando un piso sin tener ni idea de lo que necesitas. ¿Que esté a un par de minutos de la universidad? ¿Habrá supermercados cerca? ¿Estará lejos del ambiente universitario? ¿O demasiado cerca? ¿Estará lejos de la estación de tren? ¿Calefacción central o eléctrica individual? ¿Se incluyen los gastos en el alquiler? ¿Tendré que darme de alta en la compañía de luz y gas? ¿Y qué pasa con el wifi? Así que buscas y buscas y te recorres las páginas de Idealista y FotoCasa tantas veces que los pisos acaban resultándote familiares. Entonces, llamas a uno que te parece rentable y te intentan cobrar 200€ solo por enseñártelo, así que sales corriendo del edificio y retomas la búsqueda hasta dar con uno que piensas que será apropiado. Y muchos luego lo serán pero, por desgracia, no todos.

En este artículo quiero hablar de estos últimos, de los que, por una razón o por otra, acaban obstaculizándote esos “mejores años de tu vida”. Porque muchas veces las personas se piensan que pueden aprovecharse de los estudiantes que sí o sí necesitan un lugar en el que vivir y porque desde fuera puede resultar hasta gracioso.

De pisar y matar

Esta es la historia de dos chicas que encontraron un piso a menos de un minuto del campus San Francisco, cerca de los bares de la famosa city, pero no demasiado para resultar insoportable cuando no formas parte del ruido.

El primer día que llegaron ya les pareció extraña la cantidad de suciedad que acumulaba el piso: pelusas, polvo y pelos por todos los rincones, pero limpiaron a fondo y ahí quedó la cosa. Seguía siendo un poco chapucero aunque no era algo extremadamente cantoso. Un par de semanas después se cayó la primera tabla de madera de la cocina, por reflejo de una u otra, menos mal que no acabó en un disgusto. Sin embargo, son cosas que pasan, no es cuestión de buscar un culpable para todo.

Llegó el invierno y, con él, el frío característico de Zaragoza y el inicio de la decadencia real de la experiencia. El salón no alcanzó los 19 grados en cerca de tres meses. ¿La única solución posible a cuatro diminutos radiadores eléctricos en todo el piso? Otro diminuto calefactor en los pies. Más adelante conocerían que una de las razones de la marcha de la anterior inquilina fue esto mismo.

Pero no, esa no es la trama principal de esta historia. El 17 de mayo de 2022, un día antes de un parcial del cuatrimestre, una de ellas se da cuenta de que han aparecido unos pequeños bichos en su escritorio: “Me enteré de que estaban porque correteaban por mis hojas de apuntes”. Como bichos hay en todas las casas, dejan un par de días para ver si aparecen muchos más, aun así, intentan desinfectar la zona para eliminar a los que ya han aparecido.

El 21 la otra compañera notifica a la casera la continua aparición, cada vez mayor, de esos pequeños insectos. Su respuesta: “Echad insecticida y desaparecerán”, como si eso no fuera lo que habían estado haciendo hasta entonces. Tres días más tarde, la primera chica tiene que abandonar su habitación porque se han extendido hasta ella: en el techo, la mesa, el suelo… por todas partes y cada vez mayores. Le envían fotografías para que sea consciente de que no son tres o cuatro, sino que la habitación a la que empiezan a llamar “zona cero”, la que emplean para estudiar, está plagada y empiezan a salir en la contigua, la de una de ellas. Como no se las toma muy en serio, los padres intentan hablar con ella. Su respuesta es que está en la playa y no puede atenderles, que vayan a Gilca Productos a comprar insecticida.

Una vez en la tienda, los trabajadores les dicen que vuelvan con algunos ejemplares para saber de qué se trata. Así que eso hacen. Capturan unos cuantos y los llevan allí en un vaso de cristal tapado con papel film. Tras examinarlos, por fin conocen a qué se enfrentan. Lo llaman carcoma dentada, la variante del carcoma que no pica. En internet se describe de la siguiente forma (por no poneros más fotografías, que no son necesarias): “Escarabajo muy activo de hasta 3 mm, cuerpo angosto y aplanado, de color marrón grisáceo a marrón rojizo óxido”. Allí mismo les dan un producto bastante tóxico para combatirlos. Al salir de la tienda se lo comunican a la casera.  En este punto, ya están en plenos exámenes finales y una de ellas lleva sin dormir en el piso varios días.

El 10 de junio, tras comprobar que siguen saliendo por mucho que el producto los mate, consiguen que uno de los caseros vaya a comprobar el piso, han pasado 24 días desde que comenzó el problema. Les asegura que se ha puesto en contacto con una empresa y que les llamarán (a día de hoy, aún no saben qué pasó con la plaga).  Trae consigo un producto que prohíbe estar en el piso hasta horas después de su difusión por su toxicidad.

El 13 de junio la casera pregunta cómo van los bichos; primera vez que se interesa. En ese momento, ya la otra compañera ha abandonado también el piso porque empiezan a aparecer en otros lugares. El 16 tiene que volver y se encuentra uno de ellos en etapa adulta en el lavabo. Le envía una foto y su respuesta es la siguiente: “Pues písalos y los matáis igual que se hace en cualquier casa”. Tras asegurarle que en cualquier casa no hay carcoma, la casera dice que no cree que sea carcoma, que los de la empresa, de la cual no tienen ninguna noción en ningún momento hasta que abandonan definitivamente el piso a finales de junio ni después, no creen que sea una plaga.

Esa fue la última interacción hasta dejar las llaves en la inmobiliaria. No se presentó a recogerlas. Ellas avisan a la inmobiliaria de lo que les ha ocurrido. Esta llama a la casera y las cosas no se vuelven muy dinámicas. Lo último que saben sobre esa mujer es que está en la playa (otra vez) y que no puede ir ni ocuparse.

Cualquiera que viva o haya vivido en un piso de estudiantes conoce a alguien que tiene una historia similar o él o ella mismos han vivido en sus propias carnes una de estas experiencias de pisos contrariados. No siempre son bichos o el frío, hay muchísimas historias, cada una diferente a la anterior. Esto da que pensar. Si el arrendatario tiene la obligación de cuidar el piso, ¿por qué muchas veces el arrendador no cumple con su parte? ¿La parte en la que tiene que asegurarse de que las condiciones del piso sean, cuanto menos, habitables?

Autora: Nerea Monte

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