Autora: Inés Díaz Esteban
Siempre ha habido ciertas figuras célebres que se me han grabado en la retina en cuanto he conocido su historia. Sobre todo, me llama la atención la figura de varios genios que vivieron marginados, ignorados y repudiados por la sociedad. En parte por su arte, en parte por sus vicios y, también, por su excéntrica personalidad. Edgar Allan Poe echaba a perder todo lo que llegaba a ganar y murió en la calle borracho; Baudelaire murió de sífilis en la rue de Dome y Van Gogh murió de un disparo en el pecho en las cercanías de un pueblo francés. ¿Quién diría que el primero es, por excelencia, el genio del terror? ¿Quién pensaría que el segundo abriría el camino de la poesía moderna? ¿Alguien podría atribuir al tercero el título de “mayor exponente impresionista”?
Tras su muerte, su obra se ha vuelto parte de la cultura popular. Sin embargo, estos artistas son algo más: A su alrededor han conseguido crear una leyenda, un mito. ¿No notáis cierto contraste entre estos perfiles, desaliñados y huraños, con los valores que desprenden los artistas de hoy en día? Consiguieron representar toda una época y un movimiento, siendo a la vez una obra y un contexto de la misma. Aun así, ¿qué es exactamente lo que admiramos de ellos?
Lo que buscamos con desesperación es ver reflejada nuestra alma en artistas completamente imperfectos bajo el ojo público actual. Como sociedad, nos hemos acostumbrado a opinar de todo lo que no implique respeto mutuo: todo lo que no tenga en cuenta los miles de personas que lo pueden llegar a ver en el caso de que se haga viral. Ver cómo personas profundamente imperfectas, con actitudes insolentes y con un aspecto vulgar consiguen tener esa relevancia en su mundillo despierta nuestra admiración sin siquiera darnos cuenta.
Las apariencias y la hipocresía reinan en un sistema donde la fama depende de un feedback positivo por parte de la audiencia. El objetivo de alcanzar unos estándares donde un individuo es imperturbable ante las dificultades del día a día, que encima hay que superar de manera ejemplar, es nocivo e irreal. No cumplirlo, además, provoca una notable frustración: siempre queda algún error que corregir por pequeño que sea: como quien se edita un grano en una fotografía.
Quizás estos referentes más antiguos (que solamente se libran del juicio moral por los años que llevan muertos) nos gustan por tener ese tinte de rebelión, de imperfección. Igual es el contraste entre una vida tan atormentada con una obra tan perfecta. De ahí que podamos concluir que sus historias nos hacen plantearnos dilemas morales, cuestionar estereotipos y modificar nuestra propia visión sobre el arte en sí mismo.
Me permito el atrevimiento de pedirle al lector que se permita el lujo de ser imperfecto. No llegue al extremo de cortarse la oreja ni muera como un completo despojo humano, claro, pero cuestiónese si todos los estándares que se impone a sí mismo los cumple alguna persona real. Algún amigo, algún familiar… Recuerde: La magia de los artistas torturados reside, precisamente, en no haber ocultado cómo son.