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La lluvia amarilla: una obra sencilla e impactante, cargada de emociones

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Autora: Alexandra Sánchez Montis

Con esta novela Julio Llamazares transporta al lector del ruido de la realidad a la calma ficticia

En esta corta novela Andrés, el último habitante del pueblo aragonés Ainielle, nos cuenta la historia de su vida la noche en la que sabe que va a morir. La lluvia amarilla está narrada en primera persona, lo que ameniza que el lector viva el día a día del protagonista en su propia piel: monótono, repetitivo, silencioso, solitario. Escrita por el novelista Julio Llamazares, no es de sospechar que sea una obra arraigada al pueblo, a la tierra. Su nacimiento en un desaparecido pueblo leonés explica la magnífica capacidad que posee de hacer sentir a terceros, con facilidad, cuestiones como la tratada en este escrito.

Con la lectura sentirás un ápice de frío si de pronto es invierno para Andrés, pese a tu poder estar en el parque tomando los cálidos rayos del sol; una extraña sensación de soledad en el pecho cuando Andrés te cuente su rutina nocturna, pese a estar acompañado en el banco de ese parque. Contradicción. Eso sientes con su lectura. Una que puedes disfrutar sentado en el parque, mientras que, al mismo tiempo, tu voz interior lee las palabras de un hombre que solo anhela que el cazador de perros venga a por él.

Lo que más llama la atención: el constante uso de adjetivos. Con ellos, Julio convierte la lectura en una mucho más humana, más cercana y sentida: “Eran las hojas muertas de los chopos, que caían, la lenta y mansa lluvia del otoño que de nuevo regresaba a las montañas para cubrir los campos de oro viejo y los caminos y los pueblos de una dulce y brutal melancolía” (pg. 81). Hasta en ocasiones en las que poner un adjetivo, o dos, o tres, parecería redundante, el autor se las ingenia para que todo encaje, literariamente hablando, a la perfección. En suma, la puntuación que emplea, a mi parecer, la hace una lectura ágil, fresca y, en el buen sentido de la palabra, cómoda. Esa combinación de frases cortas, en su mayoría, con largas es equilibrada: sabe cuándo hay que cortar lo que se está diciendo y cuándo se puede extender y hasta cuánto para añadirle un toque poético y expresivo.

Mientras leía la obra me asombró la capacidad que tenía de darle al lector tanto detalle de apenas un pueblo solitario y silencioso. En ocasiones resultó ser hasta repetitivo: leía frases, páginas, que pensaba haber leído ya. Al final me di cuenta, o a esa es a la conclusión a la que he llegado y he querido llegar, de que Julio lo ha hecho intencionadamente. Pasada la primera mitad de la novela, cuando el protagonista deja entrever al lector que ya no sabe que es lo real y que no, me hacía dudar también a mí como lectora. He compartido con Andrés la desorientación y la incapacidad de distinción entre lo vivido y lo imaginado.

Cómo olvidarnos de su única compañía al final de su viaje: la perra. Ese ser solidario, paciente, atento, con su lado joven cuando veía a Julio cargar la escopeta. La escopeta. Aquello que asociaba con sinónimo de felicidad y libertad fue lo que, después de todo, se la arrebató. Sin embargo, como bien medita Andrés en sus últimas páginas, la muerte no es ya sino una forma de liberación, una vía de escape a la esclavitud a la que les sometía Ainielle.

Pueblo y protagonista viven unidos un viaje de evolución: el aspecto de Ainielle se va desgastando por la nieve, la lluvia, el viento, el sol y la vegetación; Andrés, cada instante más consumido por esa eterna soledad, apenas distingue sus verdaderos recuerdos de lo ficticio, lo que hace que caiga en un bucle interminable de incansables dudas, miedos, sospechas e incertidumbre.

Lo mejor, sin duda, experimentar la transformación de miedo a consuelo; de rechazo a aceptación que Julio consigue desarrollar. Cómo, al final, todo le empieza a dar más igual a Andrés, cómo empieza, incluso, a disfrutar, de los vaivenes de su memoria, de caer rendido a la cama y sentir que está aproximándose a un destino del que no será capaz de huir nunca más, todo ello estimula al lector. Con ello la aceptación. Una vez pierde el miedo, es lo único que le queda.

Solamente eso, nada más.

 

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