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Un meme vale más que mil palabras

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Autor: Jesús Aina

Los memes, humor polifacético e incomprendido a partes iguales.

Imaginemos una niña pequeña, de pelo moreno y alborotado, con su vestido y su sempiterno lazo. La pequeña, curiosa y analítica como pocos, danzaba por el mundo formulándose preguntas sobre asuntos que todos nosotros deberíamos cuestionarnos más a menudo. Las letras que construían su mensaje se ordenaban en clave humorística y crítica. Sus moralejas eran muchas veces escalofriantes. Mafalda era un referente de las tiras de prensa.

La fórmula que usaba Quino, creador de Mafalda, funcionaba dentro de unos códigos, valores y cultura concretos. No todo el mundo entendía su mensaje, y no todo el mundo estaba preparado para asumirlo. El argentino elaboraba viñetas con una intencionalidad clara: remover nuestras conciencias y hacer que cuestionemos nuestros preceptos. A más de uno le habrá molestado que Mafalda haya expuesto una parte de su ser de la que no se siente orgulloso.

Con la aparición de nuevos actores en el mercado comunicativo, este humor «clásico», basado en la caricaturización y crítica de la cotidianeidad principalmente, ha mutado hacia nuevos horizontes. Sigue triunfando en los medios tradicionales a través de diversos formatos audiovisuales, pero también se ha adaptado al bioma de internet. Los memes son los sucesores espirituales de las viñetas del periódico.

Al igual que Mafalda, los memes van dirigidos a un público determinado y con un designio concreto. Hay memes cómicos, críticos, satíricos —siguiendo los patrones comerciales de sus predecesores—; pero también hay memes de nicho, que requieren del conocimiento de unos patrones de comunicación concretos, que podrían calificarse como censurables, o que no tienen sentido. En la variedad está la virtud.

Romper con lo preestablecido es complicado, por eso los memes tienen una parte añeja y otra novedosa. Lo primero en tanto que el formato que utilizan es muy similar al de creaciones anteriores y comparten una mochila cultural similar. Lo segundo porque su consumo e influencia se han disparado y han surgido nuevas corrientes expresivas.

Los memes se han convertido, no ya en un acto expresivo, sino en un acto comunicativo. Cuando hablamos en persona y a través de redes sociales combinamos los memes con el mensaje. Han saltado del plano cultural al mensaje y la interacción cotidiana. Twitter —y más recientemente WhatsApp— son dos de los exponentes del entrelazamiento de palabras y memes. En el plano terrenal —cara a cara, vamos— hacer referencia a alguna de estas creaciones también es muy común, compartiendo el espacio con las alusiones a libros, películas o series, entre otros.

Pero toda corriente cultural tiene sus detractores. El altavoz personal del que nos ha dotado internet ha hecho que florezcan memes de variada temática. Ahora todo es carne de meme. Todo. El humor más oscuro y «gore» tiene su cabida en internet. Y tiene su público. Lo que hacía Mafalda con lo cotidiano, lo hacen los memes con situaciones escabrosas. Nos obligan a radiografiarnos de nuevo, a cuestionarnos nuestra ética y moral. La risa es nuestra delatora. Porque a veces no podemos mantenerla presa y se fuga en las situaciones menos esperadas —y deseadas—. Nos confirma que no todo es blanco o negro, y que detestamos el «humor» porque es un espejo de lo que no queremos ser.

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