Entrevista realizada por Jacobo García Ochoa
- ¿Viene a una cita?
- No, vengo a hacerle la entrevista.
- Ah, sí, perdone, ya le abro.
La voz cantarina que me ha abierto la puerta contrasta con lo señorial de la consulta: suelos de madera espigada, sillas austeras, estanterías repletas de libros tan antiguos como las sillas, techos altos, doble puerta de cristal… Todo muy formal y solemne. Todo… salvo algún que otro detalle simpático, como una caricatura que un paciente le regaló.
Se llama María José Ochoa Cepero. Se nota que le gusta vivir. Seguro que ese es uno de los secretos de esta psicóloga especialista en psicología clínica cuyo currículum lo resume ella misma: “Lo que más me ha enseñado ha sido viajar y vivir con un espíritu abierto”. Detrás de esta frase se encuentra una mujer, ya en su cincuentena, que dedica parte de su vida a “intentar ayudar a personas que lo están pasando mal”, como ella misma dice.
Como cofundadora de Liana (Asociación Aragonesa de Prevención del Suicidio y la Conducta Autolesiva) y Coordinadora del Grupo de Intervención psicológica en crisis y emergencias del Colegio de Psicología de Aragón (GIPEC-COPPA), vive habitualmente cerca del drama. “Intentamos entender la nueva pandemia que está atacando la salud mental de las personas”, asegura.
¿Por qué las personas se suicidan?
Uff… (Resopla. Mejor no empezar por ahí).
Empecemos de esta otra forma: ¿Cuánta salud mental hay en la sociedad de nuestros días?
Es muy complejo contrastar nuestra sociedad con las sociedades pasadas. Antes no se hacían registros y la mayoría de las veces las enfermedades mentales se veían como posesiones demoníacas. Lo que sí le puedo asegurar es que estamos en un momento delicado, como evidencia el hecho de que cada día se produzcan once suicidios en España. Esto no significa que tras todo suicidio haya un trastorno mental, aunque sí encontraremos siempre sintomatología. Entienda que el suicidio es la última etapa de un gran sufrimiento o desesperación, y sirve como termómetro para medir cuál es la salud mental de una sociedad. La nuestra suspende.
¿El suicidio es una enfermedad mental?
No, no es una enfermedad mental. Es una conducta, una acción. El suicidio es la última estación de un largo proceso de sufrimiento y desgaste. En la mayoría de las veces, hay un trastorno mental. La depresión es el más frecuente. Pero también hay situaciones límite de alto estrés como, por ejemplo, un desahucio, el diagnóstico de una enfermedad de mal pronóstico, la ruina económica o un duelo…, que padecen personas sin trastorno mental. Y estas situaciones se pueden vivir con enorme sufrimiento y derivar en un suicidio.
Sufrimiento. ¿Sufre ahora la gente más que antes?
Diría que sí. Ahora la gente sufre más que antes, pero no porque antes hubiera menos causas para ello. En mi opinión, en estos tiempos confluyen dos factores que aumentan el dolor. Uno es el individualismo. Ahora las personas somos mucho más individualistas. Nos han vendido que es un indicador de fortaleza, y renegamos del apoyo social. Ya no creamos lazos con los demás, y esos lazos son fundamentales a la hora de sobrellevar las penas de la vida. Antes las familias eran extensivas y sus miembros se ayudaban mucho más. Ahora estamos más desconectados. Apenas dedicamos tiempo a solidificar lazos sociales. Y esto tiene muchas desventajas cuando lo pasamos mal. Numerosos estudios demuestran que sentir apoyo social es un factor protector para la salud mental. Al mismo tiempo, a esto se le suma otra cuestión: vivimos en la sociedad de la impaciencia, de las prisas, del “quiero esto y lo quiero ya”, en la que nadie desea estar triste. No tenemos tolerancia ni a la frustración ni al dolor. Como especie hemos perdido fortaleza a la hora de vivir y afrontar los problemas. Vivimos precipitados y, si no conseguimos lo que queremos, nos frustramos, nos desinflamos, y estas sensaciones nos resultan insoportables.
Muchos definen nuestra sociedad como una dictadura de la felicidad. ¿Cree que eso está detrás de la falta de tolerancia a la frustración? ¿Somos ahora más débiles?
Sí, totalmente. Ahora tenemos que ser felices. Solo hay que fijarse en las librerías para darse cuenta de ello: están repletas de libros de autoayuda. ¿Quién no ha regalado o le han regalado un libro sobre Cómo ser feliz, Tú puedes o Que nadie te amargue el día? De esta forma, nos hacemos melancofóbicos y nos olvidamos de que en la vida vamos a vivir cosas que nos gustarán y otras que no querríamos. Y esa es la grandeza de la vida. Esa es la gran aventura humana: aprender a vivir, con mayúsculas, con lo que la vida traiga. Ahora, cuando una persona está triste, lo que se le suele indicar desde el exterior es que no debe estarlo. Incluso se le puede acusar de ingrato por estarlo: “¿Cómo puedes estar así, si lo tienes todo?”. Entonces puede aparecer la culpa y terminar de complicar lo que era un estado normal de tristeza. Y no solo eso. Hay una creencia de que nunca podemos estar desmotivados o aburridos, que siempre tenemos que estar haciendo cosas y radiantes de felicidad. Por eso digo que falta tolerancia. Tolerancia para respetar nuestros propios sentimientos.
Además de la falta de tolerancia a la frustración, ha citado el individualismo como otra razón por la que han aumentado los suicidios. ¿Cree que las redes sociales han multiplicado esa desconexión con los demás?
En principio, mi respuesta rápida sería que sí. Las redes sociales han traído más individualismo y la gente casi no tiene relaciones reales, humanas, con los demás. Por tanto, cada vez nos faltan y faltarán más habilidades para establecer relaciones saludables. Pero también es verdad, y esto me lo han enseñado algunos pacientes recordando una preadolescencia en la que sufrieron acoso escolar, que las redes sociales y los juegos en línea también pueden ayudar a paliar el sentimiento de soledad. Se conoce a nuevos compañeros, de otras ciudades, y tienes la oportunidad de disfrutar jugando con otros. Aunque sea online, supone entrar en contacto con nuevos chicos de tu edad, y eso puede ser beneficioso para el que se siente vulnerable. Por eso, como en todo, las nuevas tecnologías también tienen su doble cara. En Internet se puede encontrar información que ayuda en la prevención del suicidio, a la par que información sobre métodos de suicidio.
Por lo tanto, todo depende de cómo se usen. ¿Quiénes son los más expuestos a los efectos nocivos de las nuevas tecnologías?
Los niños y los preadolescentes. A través de las nuevas tecnologías pueden tener acceso a todo, pero sus recursos cognitivos son todavía muy limitados. Por tanto, están expuestos a contenidos que pueden ser dañinos para su desarrollo. Un ejemplo de ello es la pornografía. Hoy en día resulta difícil mantener el control parental -en los casos en los que lo haya-, porque los padres que tutelan el uso de, por ejemplo, el móvil, cada vez se sienten más presionados por los propios hijos para aligerar dicho control. Hay peleas, discusiones entre padres e hijos, incluso entre los propios padres, y ello hace que poco a poco estos vayan relajando la supervisión en pro de la convivencia. Muchos padres están delegando las funciones de cuidadores en un móvil o una tablet, y el niño se cría sin sentir que sus padres pasan tiempo con él, reduciendo también los momentos de conversación y conocimiento del otro necesarios para crear relaciones de confianza a las que acudir cuando se tienen problemas. La nueva crianza apoyada en medios tecnológicos cambia incluso el metabolismo del propio cerebro. Se acostumbra a estar constantemente activado con una entrada elevada de inputs, llegando a estresarse en situaciones relajantes. No sabe estar en calma. Esto cada vez nos hace más hiperactivos. Los niños de hoy son los adultos del futuro y su salud mental presente y futura dependen, en gran medida, de lo que vivan en su infancia.
Hace un tiempo leí que, en España, un niño a los 11 años ya ha visto 8.000 asesinatos en televisión, cifra que se eleva a 200.000 cuando cumple la mayoría de edad. Estas imágenes son retenidas por el cerebro y, además de la normalización de la violencia, contribuyen a una banalización de la vida, es decir, a que esta pierda su valor. Lo mismo puedo decir de los juegos cuyo objetivo consisten en matar personas. Todo esto hace que ahora, desde niños, se esté creando una cultura que normaliza la pérdida de la vida, que desprecia la vida. En este panorama, es fácil que la propia muerte o la muerte de un compañero sean banalizadas.
¿Solo la banalización de la vida hace que alguien pueda tomar la decisión de suicidarse?
La banalización es un factor importante, porque si tú no le das valor a tu vida es más fácil que te suicides cuando tengas un problema, que si tú le das un sentido a tu vida y te ilusiona vivir. Cuando tienes esperanzas de futuro y piensas que vas a salir del bache y sientes interés por lo que te deparará la vida, es más difícil que ante una dificultad vayas a decidir quitarte de en medio. Pero si te da igual vivir que no vivir, y además estás medio inmunizado por la cantidad de muertes que ya has visto -televisión, videojuegos…-, da menos miedo el suicidio.
Por otra parte, el tipo actual de sociedad no ayuda. Deberíamos enseñar a vivir en valores: la honestidad, la solidaridad, la creatividad, el afecto, la responsabilidad, el valor, la superación personal… Pero en realidad enfocamos la vida desde una perspectiva materialista basada en objetivos: hay que conseguir un buen puesto de trabajo, mucho dinero para comprar cosas, una gran casa, un buen coche… Y esto, inevitablemente, hace que la vida sea muy complicada. Todo se vuelve competitivo y llegas a desconfiar del de al lado. Tienes que estar alerta todo el tiempo. Ahora mismo tenemos una sociedad hipervigilante, cuyos miembros no tienen calma ni pueden reflexionar con tranquilidad. Vivimos constantemente acelerados y llenos de preocupaciones.
¿Por qué aceptamos ahora más el suicidio?
Por factores sociales, que son los que terminan influyendo en la mente particular. El inconsciente colectivo es ese conjunto de ideas que conforman la atmósfera en la que una sociedad se desarrolla e impregna la mente de sus ciudadanos. Pues bien, antes este inconsciente decía que el suicidio era un pecado y que era inmoral. El que se suicidaba era enterrado fuera del cementerio y su acto suponía una vergüenza para la familia. Aunque, obviamente, así se estigmatizaba al que tenía ideas suicidas y a su familia, es cierto que esto también actuaba de contención. Ahora, por el contrario, el inconsciente colectivo indica que cada uno puede decidir lo que quiera sobre su vida. Y, lamentablemente, el suicidio es algo que se está normalizando. Aún nos sigue escandalizando, pero mucho temo que poco a poco va a pasar a ser algo habitual para nuestras mentes. Antes, la alternativa del suicidio frente a los problemas no era tan evidente como lo es ahora.
¿Por qué es malo el suicidio?
Aquí hay trampa. La persona que se suicida piensa que ha decidido suicidarse y que es una decisión libre. Pero no lo es. Ni siquiera es una decisión, porque es algo que surge desde la emoción y no desde la razón. El suicidio es un acto empujado por la desesperación, por el dolor, por el miedo, por la falta de perspectivas…No es un acto libre. La persona está siendo presa de su emoción. No es libre para pensar. No es libre para tomar decisiones. Y esto es en el plano personal. A nivel social, el suicidio es un fracaso inmenso. Que una persona acabe con su vida revela que su sociedad está enfermando, que no ofrece un hábitat saludable y que no tiene medios para atender a las personas que están sufriendo.
¿Qué deberíamos hacer o qué debería hacerse para reducir el número de suicidios?
Desde luego, lo que no podemos hacer es medicar más. España es el primer país del mundo en consumo de ansiolíticos y eso es inaceptable. Hay que parar y ver qué está pasando. Pero ¿quién para esto? ¿Cómo reducir la velocidad para ver qué está pasando? (Me mira inquisitivamente y, ante mi silencio, prosigue) Mientras tanto, lo que podemos ofrecer es pedagogía. La mejor pedagogía para prevenir del suicidio es aquella que crea valor e interés por la vida. Y una pedagogía destinada a los adultos. Si los adultos cambiamos nuestra forma de mirar, los niños nos seguirán. Hay que educar en el respeto, fomentar la comunicación y la creación de relaciones sanas y afectuosas, rebajar la importancia de los objetivos materiales, anteponer una vida basada en valores a otra basada en la competición… Hay que pasar más tiempo con nuestros hijos, especialmente cuando son pequeños. Hemos de cuidar el apego, al que se la da muy poca importancia en este país. Si se lo diésemos, la situación a nivel general cambiaría muchísimo. Pero para ello es imprescindible dedicar tiempo a nuestros más pequeños: con la calidad no es suficiente, hace falta cantidad de tiempo. Esto obligaría a cambiar nuestro modelo productivo y todo eso que nuestra sociedad considera atributos del éxito.
Las políticas actuales, ¿son eficaces y suficientes para evitar los suicidios?
A la vista está que no. Si están subiendo los números de suicidio, es evidente que las políticas no son ni eficaces ni suficientes. El problema que tenemos es que nos regimos por un Plan Nacional de Salud Mental donde se mete todo, y lo que hace falta es un Plan Nacional de Prevención del Suicidio con presupuesto propio que marque directrices para todo el territorio nacional y con personas al mando que solo estén dedicadas a pensar en cómo prevenir el suicidio. Cuando esto ocurra, estoy convencida de que las cifras de suicidios bajarán.
Por otra parte, faltan profesionales. Estamos logrando que las personas en riesgo no se sientan tan solas, que puedan hablar con libertad sobre sus problemas, que sean tomadas en serio, que no se les juzgue ni se les tache de locas o cobardes… Pero esto tiene que ir acompañado de más medios y más profesionales. La situación actual es la siguiente: ha aumentado exponencialmente la petición de ayuda y no ha aumentado el número de profesionales. La sanidad pública está saturada en general y más todavía en cuanto a salud mental: no hay camas en los hospitales y las citas son cada tres meses. Y la sanidad privada no está al alcance de todos. Estamos generando expectativas de ayuda en personas en riesgo de suicidio que no podemos cumplir y esto vuelve a dejar a la persona en crisis en una situación de alta frustración, pero esta vez generada por el propio sistema que promete ayudarle.
Deme un par de razones para el optimismo.
Sobre todo, que ahora somos más conscientes del verdadero problema que afrontamos. Que cada vez hay un mayor número de mentes pensando en cómo solucionar esto. Hay muchas personas implicadas y concienciadas con el tema del suicidio. Nos estamos volviendo más críticos, y quizás sea este el momento de frenar el ritmo tan acelerado que llevamos y que pone en riesgo nuestra salud mental, ese preciado tesoro.