Autora: Pilar Arruebo Pérez.
Tan solo hacen falta diez minutos en Instagram para darse cuenta de lo que está de moda. Las canciones que más se escuchan, los jerséis que más se llevan o incluso los libros que más se leen.
Bueno, quizás eso de los libros que más se leen… No tanto.
Me atrevo a afirmar que dos de cada tres milennials han compartido alguna vez la icónica frase que dice “más vale la pena en el rostro que la mancha en el corazón”. De lo que no estoy tan segura es de que supieran que es una sentencia de El Quijote de Cervantes. Pero claro, es lo que se lleva ahora. A más “corazones”, más éxito, más triunfo, más cariño de cartón-piedra. Las redes sociales nos mantienen en contacto con la irrealidad del mundo real. Porque ni tú te has leído entero El Quijote ni yo soy fanática del escribir de Cervantes.
“¡Me ha dado un me gusta, me ha dado un me gusta!”. “Oye, ¿le das un me gusta a mi última foto?”. Confiesa que alguna de estas situaciones te suena. Además, seguro que has estado un buen rato feliz por haber recibido ese “me gusta”. O bien, frustrado por no haberlo recibido en todo el día. Ese inocente icono de corazón ha ido mutando en un pequeño monstruo, en una nueva unidad mínima de expresión que ha llegado para que no durmamos por las noches.
¿De verdad son tan importantes los “me gusta” para nosotros? Rotundamente sí. Hasta el punto en que nuestra autoestima y estado emocional pueden irse a pique en cuestión de segundos si no recibimos los que esperábamos. Y hasta el punto de intentar vivir otra vida virtual, “fake” como dirían algunos, en lugar de vivir la nuestra.
Un simple “me gusta” –resultante de un ejercicio tan estúpido y fácil como mover levemente el dedo índice– puede ser señal del más profundo amor, del más profundo desprecio o aunque no lo creas, de indiferencia. Todo el mundo miente en algún momento determinado de su día a día. En Internet, la mentira es la norma más que una anécdota. Hace no mucho tiempo leí un estudio que decía que tan solo el 16% de las personas son completamente honestas en internet. Ahí entendí todo. ¿En qué momento pensamos que al vecino del quinto le importa que nos estemos comiendo un plato de lentejas?
Lo que vemos en las redes sociales es todo fachada. Tan solo un conjunto de métricas que estimulan la competencia irracional y la sensación de estar en un permanente concurso de popularidad. Ya sea en Instagram, Twitter o Facebook, los usuarios comparten –o, más bien, compartimos– lo que queremos que se vea de nosotros. Somos un personaje, un reflejo de nosotros mismos, una especie de ser ficticio que nos hemos inventado y desde el que proyectamos algo que no somos, pero que nos gustaría ser. Somos unos hipócritas, y aunque nos duela, desafortunadamente nos encanta.
Hoy tan solo somos seres digitales. Mañana, víctimas de la tiranía de la popularidad y el optimismo. ¿Por qué? Porque la importancia de una foto se mide en “me gustas”, la de una idea, en retuits y la de una persona por su número de seguidores. Quizá parezca poco realista, pero no hay más que leer. Usaré estas líneas para llamar a las autoridades a legislar. Y a los filósofos a filosofar. No vaya a ser que acabemos sumergidos en la dictadura del “me gusta”.
Editor: Miguel A. Esteban