Cuando las grandes empresas se preocupan por el bienestar de los consumidores.
Autor: Jesús Aina
En el patio del colegio existen tres tipos de personas. El abusón, un déspota implacable. El abusado, un pobre desgraciado. Y tú, que te limitas a dar gracias de que no se haya desatado sobre ti la cólera del dictador. Vives en un idilio. Te crees libre. Lo que no sabes es que quien mueve los hilos del recreo es el abusón. Inconsciente, juegas con las reglas que te impone. Y no te engañes, estás cómodo desenvolviéndote en esa frágil armonía.
Hace poco escuché por primera vez el término «tecnología emocional». Este concepto hace referencia a un proceso por el cual la tecnología va a ir incorporando nuevas funciones orientadas al cuidado de nuestra salud emocional. Un pequeño apunte, cuando digo «la tecnología» me refiero a las grandes corporaciones tecnológicas.
Yo no conozco la vida sin tecnología. Habrá quienes argumenten que su existencia ha mejorado con la incorporación de este actante. Otros recordarán con morriña los tiempos en los que su incursión en las relaciones interpersonales era mínima. El único hecho es que en nuestro matrimonio con la tecnología no existe una cláusula de divorcio.
La pandemia del COVID-19 ha estrechado nuestra relación con la tecnología. Nos hemos visto obligados a sumergirnos —por no decir ahogarnos— en el mundo digital, siendo que este no estaba preparado para cuidar de nuestras emociones. Una vez nos zambullimos en él nos dimos cuenta de que necesitaba un cambio. En marzo de 2021 la Comisión Europea presentó la Brújula Digital de la Década Digital de la UE, una suerte de hoja de ruta de las aspiraciones del bloque comunitario en el terreno digital. Entre las propuestas se incluyen algunas como: «libertad de expresión, incluido el acceso a información diversa, fiable y transparente», «protección de la vida privada y de los datos personales», o «administración y servicios públicos digitales accesibles y centrados en el ser humano».
No puedo evitar recordar a Carlos San Juan, el hombre que recientemente ha copado los medios de comunicación con su reclamo de humanidad a los bancos. Ante el cierre masivo de sucursales bancarias, muchos de los trámites esenciales se han trasladado a los cajeros automáticos o a internet. Ante esta situación, Carlos San Juan asegura sentirse «apartado por los bancos», pues ve en la tecnología una barrera para desenvolverse de forma autónoma. La Plataforma de Mayores y Pensionistas —que representa a 15.079 asociaciones y más de 5.746.000 afiliados— ha denunciado en un comunicado que esta coyuntura provoca una sensación de «abandono y humillación» en las personas que no se manejan en el mundo de las TIC. Uno de los tantos ejemplos que podría citar para refrendar que la tecnología avanza a ritmos acelerados, obligándonos a adaptarnos a ella y no al revés.
Este ha sido el paradigma que ha preponderado desde la incursión de los chips en nuestras vidas. El hecho de que tanto ciudadanos como legislación vayan por detrás de las grandes empresas ha supuesto un desamparo total de nuestra integridad emocional y, sobre todo, de nuestra privacidad. El iceberg que se yergue ante nosotros muestra solo una parte insignificante de su grandeza. Vemos la toxicidad de las redes sociales, el ciberacoso o la censura; el hielo que flota amenazante en la superficie. Desconocemos —o preferimos ignorar— la recopilación de nuestros datos personales, la comercialización con ellos o los usos que se les dan; el hielo que conjura en nuestra contra amparado en la oscuridad. La parte oculta de un iceberg llamado «capitalismo de vigilancia».
Como en esta famosa metáfora, lo que conocemos representa un nimio porcentaje del total que se esconde bajo el agua. Después de años regalando valiosísimos datos a nuestros verdugos, ahora surge la preocupación por evitar esa perversa dinámica. Nuestra salud emocional se vende al mejor postor y nos da igual, somos el niño que vive bajo las reglas del abusón del patio. No es culpa nuestra, sino de un sistema liderado por las grandes compañías tecnológicas que, simplemente, van más avanzadas que el resto de la clase. Sacan las mejores notas, contestan a todas las preguntas del profesor, e incluso le sorprenden con sus réplicas. Las empresas tecnológicas son las que mueven los hilos de nuestro patio, y sabemos que entre sus prioridades no entra preocuparse por nosotros.